En noviembre del año pasado me encontraba en París con un amigo para asistir a una reunión con personeros de UNESCO; durante el viaje, mi acompañante sufrió una infección de muela que nos hizo correr a la farmacia para comprar un antibiótico combinado con un antiinflamatorio. Nuestra sorpresa fue mayúscula cuando pagamos 25,00 euros por un tratamiento completo para 15 días.
Alguien me decía: “si querés caquerear en miwate, magnífica oportunidad es enfermarse” pues los precios de los medicamentos aquí son absurdamente altos. Ello ha ocurrido por un sistema de “cartel” construido por algunos importadores de medicinas que se han constituido en una verdadera mafia que tienen cooptado el mercado y utilizan el músculo político -gracias a financiamientos de campaña- para impedir que la competencia sea el regulador de los precios.
Lastimosamente, lo anterior ha prevalecido desde hace décadas y la situación toma un cariz tanto dramático como cuestionable desde el punto de vista moral, cuando estamos deliberando sobre la salud de guatemaltecos.
Las iniciativas para desregular las medicinas en el país han dormido el sueño de los justos -como tantos cambios que necesitamos- gracias al sistema clientelar que campea en el Congreso. Es ridículo que en Guatemala -con uno de los PIB más bajos del continente- las medicinas sean más caras que en Suecia, Italia o Inglaterra.
En la era del COVID-19 esta generación vive un evento desconocido, la última vez que ocurrió algo así nuestros abuelos eran adolescentes -Gripe Española- y una de las lecciones ya aprendidas es la importancia de un sistema de salud robusto para enfrentar amenazas como esta.
Los países que mejor combaten la pandemia son aquellos donde se ha invertido en educación -para comprender, aceptar y adquirir conciencia del problema- y una estructura sanitaria que permita la contención adecuada, acompañada de medidas preventivas pertinentes.
En esa dinámica y bajo nuestras condiciones, es comprensible el precio tope a los medicamentos como una medida temporal para enfrentar la externalidad que nos afecta; es claro que en un sistema donde no hay injerencia de intereses creados, el mercado determina los precios de los productos; no obstante, aquí, como en tantos ámbitos que reflejan nuestro subdesarrollo, tenemos un oligopolio que aprovecharía su posición ventajosa -ilegítima- para subir precios ante un aumento inusitado de la demanda.
En ese mismo orden de ideas, el presidente de los Estados Unidos debió desempolvar la “Ley de Producción de Defensa” promulgada al inicio de la guerra de Corea, para que General Motors -obligadamente- produjera suministros médicos a escala masiva y varios estados recurrieron a racionamientos. En circunstancias extremas, el Estado -que ostenta el monopolio legal de la fuerza- es el encargado de procurar arbitrariamente el bien de la mayoría; de allí los cupos, el estricto cumplimiento de los toques de queda o casos como la “sacada” a porrazos que el sábado le dieron a un badulaque de un estadio europeo, cuando se negó a utilizar la mascarilla.
Solo con la aprobación de una efectiva ley de competencia podremos acabar con monopolios, oligopolios, colusiones, privilegios y demás aberraciones que no nos permiten precios ventajosos al consumidor; empero, con la actual legislatura, donde las mordidas son moneda corriente y las excepciones sólo confirman la regla; estamos fritos.
En tal emergencia y bajo el santo y seña de “paribus nihil est”, medidas temporales como esta: son correctas.