En los estados modernos la libertad de expresión nace con la imprenta de Gutenberg, invento que genera la impresión en grandes cantidades de toda suerte de escritos; alarmado, el papa Paolo IV introdujo una censura preventiva que para 1558 redundó en el infame “Index Librorum Prohibitorum” -índice de libros prohibidos-.
En Inglaterra fue John Milton quien encabezó la lucha por la libertad de expresión contra la “Orden de Licencias” de 1643 que decidía sobre cualquier texto previo a ser publicado. “Areopagítica” vio la luz en 1644, el autor de “El Paraíso Perdido” afirmaba que la idea era “librar a la prensa de las restricciones con que fuere lastrada, de manera que el poder de determinar lo que era verdad y lo que era mentira, lo que había de publicarse y lo que había de suprimirse, dejare de confiarse a unos cuantos individuos iletrados e ignorantes, los cuales habrían de negar su licencia a toda obra que contuviere parecer o sentimiento apenas superior al nivel de la vulgar superstición”. La obra de Milton es quizá la primera en abordar directamente el asunto y se trata de una exhortación a los parlamentarios británicos -evocando para el título a los areopagitas en la asamblea ateniense del siglo V a.C.-. Solo hasta 1688 se lograron algunos espacios para la libertad de expresión en Inglaterra.
La definición final del concepto toma forma durante la revolución francesa, plasmada en el artículo 11 de la “Declaración de los Derechos del Hombre” y que al respecto afirma: “La libre comunicación de los pensamientos y opiniones es uno de los más valiosos derechos del hombre, todo ciudadano puede hablar, escribir y publicar libremente, excepto cuando tenga que responder del abuso de esta libertad en los casos determinados por la ley”.
En 1771 la primera enmienda de la constitución de los Estados Unidos estableció que el congreso no legislaría para limitar la libertad de expresión o publicación, de la misma manera, la inevitabilidad de las reuniones en asamblea.
Hago esta sucinta reseña para referirme a lo que recientemente ha ocurrido en las redes sociales, las cuales, han decidido -al menos aquellas que mayor cantidad de usuarios tienen- cancelar la cuenta de Donald Trump ante los hechos acaecidos en el Capitolio de ese país, el 6 de enero del naciente 2021.
Con perplejidad he visto a algunos autollamados “libertarios” desgarrarse las vestiduras protestando contra la censura que las empresas privadas han efectuado contra el mandatario norteamericano.
“Nos reservamos el derecho de admisión” indican algunos rótulos en los restaurantes de todo el mundo. El derecho de propiedad es una de las condiciones humanas innatas que el liberalismo clásico ha defendido a lo largo de la historia. La primera enmienda, así como las leyes concernientes a la libertad de expresión en el mundo, buscan limitar una posible acción abusiva de la entidad que ostenta el monopolio de la fuerza -el Estado- sobre los ciudadanos que a través de dicha facultad pueden auditar el desempeño del gobierno.
Algunas empresas decidieron reservarse el derecho de admisión contra un presidente; no obstante, ello jamás coarta la libre expresión del señor Trump, quien para comunicarse tiene a disposición la vocería de la Casa Blanca, su cargo -conferencias, boletines, comunicados, etc.- y el órgano de difusión del gobierno –La Voz de América-; de hecho, el último mensaje grabado el 13 de enero fue transmitido enteramente por la mayoría de cadenas noticiosas -tanto nacionales como internacionales- y Twitter.
¿Qué órgano estatal determinaría a quién debo invitar a mi mesa? ¿Cuál sería el ente burocrático que establezca la salida de un columnista en un medio de comunicación? ¿Cuáles serían los protocolos para decidir si puedo coartar la libertad de locomoción a alguien que desee entrar en mi propiedad sin mi consentimiento?
La aporía de los supuestos “conservatives” que gritan a los cuatro vientos un derecho que no es aplicable a la esfera privada, es por demás patética; la libertad de expresión se refiere a la capacidad del individuo de expresarse en los ámbitos a disposición; incluso han llegado al absurdo de llamar “socialismo global” a un producto -las redes- de la innovación y competencia tecnológicas.
Muchos se han referido a la pastelería que decidió no aceptar a un cliente por ser una persona gay, algo que fue vilipendiado en su momento a través de Twitter, Facebook, Instagram y demás redes privadas; fue reprobable para algunos y aceptable para otros; empero, el costo que significó el repudio lo pagó el negocio. Todos debemos responder por las consecuencias de nuestras decisiones, en este caso, la pastelería en mención debió asumir la externalidad que significó esa discriminación -en el sentido taxativo de la palabra-.
Twitter sufrió una fuerte caída en la bolsa por su reciente decisión, desconocemos si recuperará lo perdido; lo mismo podemos mencionar de Facebook, quienes ahora sufren el retiro de clientes importantes por no mostrar mayor drasticidad con los perfiles extremistas; irónicamente observamos ambos lados de la moneda.
La moralidad en las decisiones de las grandes compañías en redes es harina de otro costal, sobre todo cuando el FBI ha revelado la existencia de planes para sabotear la toma de posesión este 20 de enero en Estados Unidos; muchos podrán aplaudir el compromiso con la seguridad nacional -debemos tomar en cuenta que la marcha “Detengan el robo” fue organizada precisamente a través de las redes sociales- y otros alegarán que se está tomando partido por aquellos que no comulgan con el trumpismo. Lo cierto del caso, es que están en su derecho, pues son privados y el Estado no tiene injerencia en ese ámbito -que es estrictamente particular-.
La credibilidad es alas de mariposa, en medios de comunicación es fundamental para el liderazgo, sobre todo en un mercado tan disputado; si la prensa “mainstream” está en una diabólica conspiración para derrocar al caballero templario que podría acabar con el satanismo pedófilo de Washington, entonces, con pruebas fehacientes, la verdad finalmente saldrá a luz -más ahora que cualquiera con un teléfono celular es un reportero en potencia-.
En Guatemala la debilidad institucional no permite dimensionar lo ocurrido en el Capitolio, por eso, algunos badulaques creyeron que Mike Pence de un plumazo acabaría con uno de los sistemas electorales más antiguos del planeta. Donald Trump seguro tiene algo de miwateco en su corazoncito, pues cuando pierde desconoce las reglas del juego y hasta culpa a Venezuela de sabotear el proceso electoral; sin embargo, tanto delegados republicanos como demócratas validaron los procesos en condados y estados.
La Corte Suprema de Justicia -con dos magistrados nombrados por el presidente actual- y las distintas jurisdicciones locales rechazaron los alegatos de los abogados presidenciales, uno de los aliados duros de Trump, el senador Lindsey Graham en su famoso “enough is enough” dio la estocada final: “si Al Gore aceptó el 5-4 –decisión de la corte– y no es presidente, yo puedo aceptar el 4-3 de Wisconsin” “¡Fraude! Dicen que en Georgia 66,000 personas menores de edad votaron; pedí que me mostraran 10 casos y no tuve uno solo; dicen que 8,000 presos votaron en Arizona. ¡Denme 10! No tuve uno; en todas las elecciones hay problemas, pero esto no lo compro. ¡Suficiente es suficiente!”.
Alguien dijo que si tienes un punto de vista y yo digo una falsedad: no es equivalente a tener diferencias de opiniones; Rudolph Giuliani aparte de mostrar gotas negras de tinte en su frente, nunca presentó pruebas ante las cortes y medios; eso sí, arengó a la chusma en el Capitolio para hacer contra el Senado un “juicio por combate” -costumbre germánica del medioevo donde el vencedor final de dos bandos era quien poseía la verdad-. El martes por la tarde, el “Tycoon de Mar-a-Lago” decidió no pagarle sus honorarios por los desastrosos resultados en el ataque al sistema electoral; una actitud típica del populista que culpa a otros de sus fracasos.
Trump perdió las dos cámaras, la reelección y el voto popular; algo inédito desde Carter -George Bush al presidir el tercer mandato republicano sufrió un desgaste más que justificable-, así mismo, sumió al GOP en la peor crisis de identidad de los últimos 100 años. La incitación a la insurrección que un discurso incendiario -durante meses- desencadenó a la turba en Washington, le está causando una especie de “memoriae damnatio” al ser silenciado en redes, abandonado por sus aliados, bancos y hasta la cancelación de torneos de golf en sus resorts; no se necesita clarividencia para inferir que podría terminar en la cárcel, por ello sopesa perdonarse a sí mismo y su familia; algo que sería inaudito en la historia jurídica norteamericana y la quintaescencia de una funesta gestión.
Los 74 millones de votos obtenidos son un activo importante y a la vez inquietante, es muy claro que la asignatura de educación es una de las grandes adolescencias de los Estados Unidos; solo así se explica el éxito de una narrativa tan vacía, radicalizada, racista y falta de coherencia. Algo entendible en un país como este, no en el sistema republicano más longevo del orbe.
Menuda tarea de reconstrucción social le espera al nuevo presidente del país más poderoso de la tierra y profunda redefinición a los republicanos pensantes.