Los libros clásicos viven días de jubilación, a causa del exceso de información cotidiana que los enfunda en la última de las prioridades. Los antiguos hoy son visitados la mayoría de veces a través de Google, por parte de opinionistas que buscan un aforismo griego o latino para hacer ver “cool” sus columnas, adosando con un toque de barniz intelectual, insulseces o pensamientos fundados. En los últimos años, la lectura de los clásicos generalmente se ha circunscrito a Homero, Platón, Suetonio, Cicerón y Tácito. Aquellos que incursionan en Tucídides, Tito Livio, Plutarco o César ya pertenecen a un extraño ecosistema.
Hay una gran cantidad de escritores antiguos que por fortuna han llegado hasta nuestros días, por medio de los copistas en los monasterios medievales; quienes aparte de haber inventado el vino espumante y una gran cantidad de digestivos, debemos apreciarles contar hoy con ese invaluable pero poco conocido catálogo.
Aulo Gellio es uno de esos autores prácticamente olvidados. Ciudadano romano, nacido durante el siglo II de nuestra era, fue asiduo de la corte del emperador Antonino Pío; dejando una magnífica obra denominada “Noches Áticas” por haberla escrito durante sus días de solaz en el Ática griega.
Sibarita, erudito, filólogo y hombre de exquisita cultura; Gellio fue amigo entrañable del filósofo Favorino –el más célebre de su tiempo- y perteneció al círculo intelectual de Frontón.
“Noches Áticas” es un compendio de 20 libros que frecuentemente ha sido denominado un “Zibaldone ante litteram” por una obra similar escrita por Giacomo Leopardi en el siglo XIX. Abanico de pequeños relatos y opiniones respecto a historia, filosofía, lingüística y curiosidades; nos presenta una nítida ventana de ese tiempo.
A continuación reproduciré una de las tantas anécdotas de las “Noches Áticas” que traduzco del italiano, procedente de una edición de la Biblioteca Universale Rizzoli; en ella, Gellio más parece un amigo contándonos una historia de sobremesa. La escogí a propósito de las Olimpiadas:
“La literatura nos recuerda y lo testifica la tradición, que muchos fueron alcanzados por la muerte después de un imprevisto gozo, porque el espíritu sofocado no pudo soportar la violencia de una emoción inesperada.
El filósofo Aristóteles narra que Policrita, noble mujer de la isla de Naxos, murió por recibir una inesperada noticia. También Filippide, autor de comedias de no modesta reputación, estando en edad avanzada, venció inesperadamente una competencia poética, experimentando un gran gozo; sintiéndose tan feliz improvisamente murió. La historia de Diagora de Rodas es conocida, pues tuvo tres hijos: uno púgil, el segundo pancracista y el tercero luchador -disciplinas distintas en aquella época- . Él vio a los tres vencer y coronarse el mismo día en las olimpiadas, después de abrazarlos y que sus hijos colocaran en su cabeza las coronas ganadas, lo cubrieron de besos mientras el pueblo arrojaba sobre él flores de todas partes, Diagora en el estadio, delante de los ojos de los asistentes, levó su alma entre los besos y abrazos de los hijos.
En otra parte de nuestros “Anales” -obra perdida de Fabio Pittore- tuve ocasión de leer que cuando el ejército romano fue vencido en Cannas; una anciana madre, al recibir la noticia de la muerte del hijo, se abandonó al llanto y dolor. No siendo tal noticia verdadera, el hijo llegó a la ciudad encontrándose a la anciana de improviso, que sofocada por el exceso de turbación por este precipitar de gozo, cayó muerta”.