El Ponto por siglos fue protagonista en las Crónicas de Suetonio, Tácito, Casio Dión, Polibio y resto de historiadores que han llegado hasta nuestros días. Anatolia, que era el nombre de la actual Turquía, fue brote de conflictos, misterios y movimientos religiosos; llegando a ser la capital del imperio romano de oriente en la Bizancio que pertenecía a Nicomedia, allí donde el Bósforo ha sido mudo testigo del auge y decadencia de tantos reinos.
Desde las dos caídas de Troya en el Helesponto, una a manos de Hércules en su lucha contra Laomedonte y la derrota de los teucros a causa de los aqueos, la moderna Turquía es hoy -como siempre en la historia- la bisagra entre oriente y occidente.
Anatolia se convirtió en esa llave cuando Constantino decidió trasladar la capital del imperio, sancionando la rotura tácita entre este y oeste que Diocleciano había efectuado con la tetrarquía. Bizancio se convirtió en el último bastión de occidente en Asia Menor a partir del siglo IV de nuestra era.
Anatolia comprendía Mesia, Lidia, Caria y Licia al poniente, en el centro la Frigia creadora del Dionysos -que sería adoptado por los griegos y sustituiría al Liber romano-, Bitinia -escenario de las mofas que las legiones hacían contra César y Nicómedes-, el Ponto, tan disputado por tanto tiempo; Pérgamo con sus Euménes y Átalos, Partia -como tumba de Craso-, Cilicia -donde Tarso generó a Pablo y guardó los restos de Juliano el Apóstata como víctima de los sasánidas-, la legendaria Capadocia, la Galacia donde se asentaron celtas que luego se convirtieron en los famosos gálatas, Éfeso y su Artemis con las mil tetas -como símbolo de abundancia- y por supuesto el imperio Bizantino, como entidad sincrética entre el oriente ritualista y la romanización serpenteante a través del estrecho de los Dardanelos.
Siempre fue Anatolia aquella región mistérica, que vio a tribus del Turkestán escalar socialmente a la sombra del califato Abasí y sobrevivir las incursiones mongolas que terminaron con el sultanato selyúcida durante los siglos XI y XII de nuestra era.
El 29 de mayo de 1,453 Constantinopla sucumbía tras el asedio del imperio otomano, para ese entonces, Nicomedia completaba la pinza que hacía a los turcos dominar el Bósforo; el vértice hacia el sur de Tracia era la otra parte para acceder al Mar Negro o Ponte Eleusino, como se le llamaba en la antigüedad.
Tras una mala apuesta por el pan-eslavismo ruso durante la primera guerra mundial, el imperio otomano se ve despedazado en el tratado de Versalles y Turquía adquiere su forma geográfica actual. La antigua Anatolia permanece en un limbo asiático-europeo, al punto que es el único país musulmán en condición de “Estado candidato a la adhesión” para pertenecer a la Unión Europea.
Actualmente el hombre fuerte de Turquía se llama Recep Tayyip Erdogan, al principio un musulmán suní irreductible, es hoy un dictador infieri que ha puesto en jaque a Europa.
Erdogan está al tanto de su papel estratégico como tapón contra el extremismo islámico procedente de África y Asia; conveniente y conscientemente se sabe como el “mal menor” para los europeos y ello ha ocasionado que estos se hagan de oídos sordos ante los dudosos resultados del reciente referéndum efectuado para ampliar sus poderes.
El moderno sultán es sapiente que tras la caída de Mubarak, Hussein, Gadafi y demás dictadores que al menos poseían algún tipo de entendimiento con occidente, es el partner indispensable para evitar una situación mucho más precaria.
Una vez más, Eumene, Attalo, Sapor y Osmán vuelven en las ínfulas de Erdogan. Anatolia, siempre Anatolia…