En alguna casa encopetada de la capital guatemalteca, don Nicolás, finquero ultraconservador, antes cachurecazo y a causa del guaro, hoy fiel en la iglesia de Cash; decía durante una reunión con amigos que los indígenas no podían participar en una fiesta religiosa compartiendo la misma mesa que sus patrones, ya sea en la finca o la ciudad. “Cómo puede una persona sensata aceptar tal ultraje” decía.
Uno de los comensales, alguien bastante más abierto en el tema, le explicaba: “¿Bromeas Nicolás o hablas en serio cuando crees que existe una categoría de hombres de los que Dios no se digne ocupar y les niegue ser partícipes de su providencia? Escucha cuanta indignación hubo en el cielo por el suplicio de un campesino indígena: un cierto hacendado azotaba en su finca a un pobre peón, decía que por haragán; entonces el Señor le indicó en un sueño que ese trato no era de su agrado. Cuando el hacendado hizo caso omiso del presagio, su hijo murió improvisamente; después de una segunda advertencia que igualmente descuidó, cayó con una parálisis”.
“¿Ves cuanta preocupación Dios se toma por un solo indígena? Por qué tanta aversión por ellos entonces? ¡Como si no fueran iguales a ti, constituidos y alimentados de la misma materia! Como si no tuviesen el soplo de la vida por el mismo principio. ¿Nacen de la misma simiente, respiran el mismo aire, como tú viven y mueren? Son indígenas, más bien hombres”.
“Sí, es campesino, te sirve por necesidad, pero quizá conservando un ánimo libre. Es indígena y quizá esa condición aquí pueda serle perjudicial y quizá no logres encontrar a alguien que no la padezca”.
“Puedes encontrar entre los indígenas hombres insensibles a la corrupción. ¡Ah! Cómo es de necio el hombre que estima a otro por la vestimenta y condición social”.
“Mi querido amigo Nicolás, no se necesita encontrar amigos solo en tu círculo social, si observas bien, podrás encontrarlos donde menos imaginas. Compórtate entonces con clemencia con tus campesinos, sé afable, sea conversando con ellos o pidiéndoles un consejo”.
“Quién es respetado también es amado, el amor no puede subsistir al temor”.
La conversación anterior tiene lugar en un capítulo de las Saturnales, es en realidad un coloquio entre un senador cristiano llamado Evángelo y el legendario Vetio Agorio Pretextato. Se encontraban celebrando las fiestas Saturnales, festividad que se conmemoraba la semana de nuestra actual Navidad. En realidad hablaban de los esclavos, lo único que hice fue cambiar los nombres, Dios por Dioses, hacendado por Annio e indígenas por esclavos…
Por estas fechas, durante las fiestas dedicadas a Saturno –conmemoración en Roma donde los amos intercambiaban roles con los esclavos, como evocación de la suerte que a cualquiera puede tocarle– decido escribir sobre ese magnífico libro que nos legó el gran Macrobio, cuyo tema es un simposio de tres días que varios amigos organizan para hablar de una multiplicidad de tópicos; desde política, religión, medicina y literatura.
Encontré ese pasaje y no deja de sorprender la actualidad que podría tener la conversación aquí y ahora, pese a datar del siglo IV de nuestra era. Lo dejo como una reflexión con respecto al modelo que hemos construido en el país, pues si queremos cambios, debemos empezar con nuestra visión de los otros; mientras nos creamos distintos y no veamos a esos otros como iguales, todo se queda en retórica barata y celebraciones frívolas.
Por cierto, contrario a lo que se crea, es Pretextato el que defiende la igualdad de los esclavos, no su interlocutor.
Felices Saturnales…