El punto de inflexión para la república romana no ocurrió cuando Julio César cruzó el Rubicón, el fermento empezó casi desde su nacimiento, cuando la gente ocasionó el invento jurídico genial del tribuno de la plebe; una magistratura que tenía como objetivo defender los intereses de esa mayoría que no había tenido la suerte de pertenecer a un linaje de los “pater familias” fundadores del Senado.
La república comenzó su declive con las reformas de los Gracos, seguidas por la guerra civil entre Mario y Sila, para desembocar en esa fractura insanable que acabó con optimates y populares.
Tras reelegirse procónsul de las Galias, Julio César decidió postularse al consulado, su amistad con Pompeyo había terminado tras la muerte de Julia –hija de César–. La relación entre los otrora yerno y suegro jamás fue igual. Una ley que permitía ser candidato sin comparecer en la ciudad deponiendo las magistraturas jamás fue transcripta a las tablas de bronce, fue una jugada sucia del grupo encabezado por Catón uticense que presionó a Pompeyo para sancionar ese fraude legal.
Cuando César proclamó su intención desde la Galia Transalpina, los senadores arguyeron que debía presentarse como ciudadano privado para poder participar en los comicios centuriados. El tribuno Marco Antonio ejerció su derecho de veto y fue sacado del recinto senatorial a golpes. Los optimates habían consumado un golpe de Estado que fue luego escalado por el legendario general romano. Era el fin de la república. El Estado romano mutaba hacia el principado, una forma de gobierno sometida a la voluntad de un “primus inter pares” que generaría engendros tan disímiles como Calígula o Antonino Pío.
Dicen que el nacimiento del imperio traía implícita su decadencia –aun cuando Roma como “caput mundi” duró unos 400 años más– lo cierto del caso es que la majestad de la ley fue degradándose poco a poco hacia la voluntad del princeps. Las garantías del ciudadano dieron paso a las arbitrariedades de un individuo
respaldado por la fuerza militar.
Leyendo el libro “La Edad de la Penumbra” de Catherine Nixey me encontré con una cita de Libanio –célebre profesor de retórica durante el siglo IV de nuestra era– en la que afirmaba: “en lugar de las espadas, existen las denuncias, los procesos y los juicios” a propósito de su virulento ataque contra los cristianos por constituirse en acusadores y verdugos de los que no profesaban su confesión.
En el mundo de hoy se ha puesto de moda la intolerancia contra la prensa, se soslaya el imperio de la ley y aquí en el subsuelo, regresan las justificaciones ante la ejecución extrajudicial de delincuentes. Estos mismos son los que muchas veces van a misa los domingos en alguna iglesia encopetada de la Matrix o asisten a ver que traje nuevo se estrena un pastor neopentecostal. También cacarean Estado de derecho y certeza jurídica en una dicotomía que solo puede ser comprendida por una profunda carencia intelectual por razones endogámicas o la leche amamantada de la ignorancia que el dinero no cura de sus flatulencias.
El Estado de derecho supone la igualdad de todos ante la ley, algo que solo fue del diente al labio para aquellos que hoy pierden privilegios. Lastimosamente, nuestra situación no da para más, la corrupción es el aceite que lubrica el motor del subdesarrollo. No se puede combatir la ilegalidad con ilegalidad, así no funciona, pues al final se convierte en opresión de unos contra otros y el juego evoluciona al concepto suma cero. La coherencia es un espécimen inexistente en este ecosistema, ya es hora introducirlo.