El Estado de Derecho se entiende como la protección al individuo contra los abusos del gobierno o grupos de presión, es la garantía que la majestad de la ley está sobre todos. Por ello, son los gobiernos totalitarios y populistas quienes primero buscan socavar la institucionalidad que valida esa protección. El fin es eliminar opositores y competidores que puedan amenazar al político o grupo que busca perpetuarse en el poder.
Tras la caída del bloque soviético el mundo entró en una nueva dinámica, las garantías para el respeto ciudadano se fortalecieron en occidente; la democracia llegó a la Europa del Este, Latinoamérica parecía encaminada a olvidar los regímenes militares y dictatoriales “vigesimónicos”, los asiáticos encabezados por China lograron el salto productivo -muchas veces soslayando derechos ciudadanos- y los africanos también mostraban visos de cambios respecto a regímenes como los de Mobutu, Idi Amin o Eyadema de Togo.
Pese a todo el misticismo oriental -de hecho desde el este han llegado todas las religiones- la antorcha de los derechos ciudadanos siempre la porta occidente; no obstante, la cabra siempre tira al monte, los seres humanos tenemos un innato sentido de autodestrucción que cíclicamente nos pasa facturas como especie; parafraseando a Nietzche somos el “eterno retorno” a nivel político.
Cuando se fortaleció el compromiso de la Comunidad Económica Europea a través del euro y los norteamericanos eligieron finalmente un presidente afrodescendiente, llegó la reacción que busca reinstalar un statu quo que parecía enterrado en los libros de historia. De nuevo vemos como resurge el odio supremacista en Estados Unidos y personajes como Boris Johnson o Matteo Salvini se asoman a la tribuna política europea; la reacción en cadena no se hace esperar en América Latina con la extrema derecha neopentecostal y proteccionista invocando el tradicionalismo criollo -responsable del atraso en el subcontinente y la presencia de dictaduras como la de Maduro- mezclado con una visión decimonónica de la sociedad.
El hecho que un país sea desarrollado económicamente no implica forzosamente que sus habitantes sean seres pensantes con una visión lógica de las cosas, pues son las élites los propiciadores de los cambios en los sistemas políticos.
El renacer de ese populismo encarnado en la aparición de personajes demagógicos que aprovechan la ignorancia de la gente para explotar los resentimientos por situaciones personales -desempleo, ingresos bajos, competencia de extranjeros, etc.- será siempre periódico mientras las poblaciones no se eduquen; apostar por la formación intelectual de las personas es un fusible contra la influencia populista.
Quizá lo peor que ocurre sea ese ataque virulento a los hechos que cuestionan el actuar de los gobernantes; “fake news” en Estados Unidos o “medios mentirosos y cobardes” como el presidente llamó a la prensa independiente cuando se publicó la encuesta que le otorgaba menos del 20% de aprobación; localmente se trata de una camarilla de bagres que con tal de congraciarse con Trump igual trasladan la embajada a Jerusalén o se convierten en tercer país seguro. El objetivo es mantener impunidad.
Boris Johnson socava al Parlamento, Trump busca desconocer las opiniones de las cortes -sobre todo en política migratoria- y aquí la rémora del gigante hemisférico que tenemos por mandatario con sus adláteres, están a un strike de desconocer a la CC. Somos un eco gacho y subterráneo de lo que ocurre en el mundo.