El tiempo siempre ha fascinado al género humano, cuando todos pensaron que era lineal, la ciencia demostró que es un fluir diversamente perceptible según los sensores de cada ser que es sometido a su parsimoniosa pero inexorable tiranía.
Cronos era el dios del tiempo para los antiguos griegos, en los romanos estaba asociado con Jano, el dios de los principios y pasajes, pues para los primeros pobladores del Lazio, Saturno era el introductor de la agricultura y sus ciclos. Los mayas en su calendario perfecto nos sorprenden aún con esa enigmática figura del “Cargador del tiempo”.
Hoy el concepto del tiempo ha evolucionado dramáticamente, millones de datos circulan diariamente en la constante que nos pierde en una vorágine de información, la cual ha reestructurado nuestro entendimiento del mundo y su discurrir en esa cuarta dimensión.
“El promedio de utilización en su dispositivo es de X cantidad de horas diariamente”dice tu teléfono inteligente, aquellos que tenemos la fortuna de incursionar en esta dinámica gracias a contar con recursos para el efecto, deberíamos sonrojarnos por interactuar más con ese artilugio que con nuestro prójimo; así mismo, la cantidad de información es tal, que se ha relativizado la verdad hasta niveles inconmensurables, siendo las redes una caótica construcción y deconstrucción simultáneas de la información que circula, erigiendo y derribando conceptos, principios, ideologías, tradiciones, instituciones, historias y personas
Estamos llegando al nihilismo de la credibilidad, pues nadie confía y todos desconfían, multiplicándose tu tiempo ampliamente para comprender y definir hasta el hecho más fútil -siempre subyace esa relación simbiótica con el espacio-
El rigor de las fuentes desaparece y la ausencia de información impresa te deja a merced de una posible edición del material cuando busques señalar algo del pasado, la geométrica multiplicidad de fuentes consume tu tiempo y distorsiona los hechos.
La trivialización de la información con millones de badulaques contando cómo amanecieron, su estado de ánimo, su frívola individualidad, la ternura de sus mascotas y opiniones doctas sobre todología tuitera; hacen que converjan al mismo tiempo sucesos relevantes con la misma importancia de las nimiedades. Un ejemplo reciente es que inmediato al Coronavirus figuraba en redes la lujosa fiesta de Kimberly Flores -no tengo idea quién es y fue el primer tuit intrascendente que leí cuando escribía este artículo-.
Lo anterior sin incluir a los netcenters que buscan inducirte a creer en algo para lograr oscuros objetivos y quienes por ignorancia o déficit en la estructuración de datos, generan tal pánico, que por justicia algún dios arbitrario debería quitarles la capacidad de opinión.
Supimos en días anteriores que un científico norteamericano había inventado el Coronavirus para los chinos y posteriormente que fue un pedido “a la carte”de Bill Gates; por si fuera poco, Luca Zaia -gobernador del Veneto en Italia- dijo que era porque los chinos comían ratas vivas y por ello lo estaban pagando caro.
Todo en un marasmo de desinformación que ha llevado a la población mundial hacia la creencia de sofismas y mitos, pues ahora existe más instrucción y al mismo tiempo menos formación intelectual que desvanezca una serie de contrasentidos e idioteces que si no fueran tan peligrosos, causarían agradable sorna en una tertulia de amistades.
Mientras tanto, utilizamos cada vez más tiempo en lo trivial y menos en indagar con rigor para rendir honor a nuestra humanidad en la sagrada misión de buscar la verdad.
Muy bueno pero muy cortito.
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